Por Monseñor Jorge Eduardo Lozano, obispo de Gualeguaychú y titular
de la Comisión Episcopal de Pastoral Social
Después de varias semanas con textos dedicados a las Fiestas y a las vacaciones, retomamos el hilo de nuestras reflexiones. Había escrito sobre el individualismo, la fragmentación, el secularismo y cómo estas características de la cultura inciden en la familia y en la Iglesia.
Otro gran desafío de este tiempo es el del relativismo. En la sociedad se ha ido metiendo, casi sin darnos cuenta, la afirmación de que no hay verdades y valores absolutos. Se enaltece la libertad y el sujeto al punto tal de no admitir una realidad que nos está dada.
Don Enrique Santos Discépolo reflejaba un “despliegue de maldad insolente” en su tango “Cambalache”: “Hoy resulta que es lo mismo/ser derecho que traidor/ignorante, sabio o chorro,/generoso o estafador…/ ¡Todo es igual!/¡Nada es mejor!/Lo mismo un burro/que un gran profesor”.
Ante estas constataciones respondía con la misma contundencia: “¡Qué falta de respeto/qué atropello a la razón!”.
Se pretende justificar que cada uno puede tener su “propia opinión” sobre todos los temas que se le ocurra, y se pondera del mismo modo a quien es perito en una cuestión como al que improvisa una idea. Pareciera que todo es opinable, y la verdad se reduce solamente al consenso.
El Cardenal Ratzinger en la homilía de inicio del cónclave que lo eligió como Papa dijo: “Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos”. (Ratzinger, Homilía 18-4-2005)
Hace pocas semanas, en el Mensaje que el Papa escribió con ocasión de la Jornada Mundial de Oración por la Paz, insistió en este tema. Indicó que un obstáculo para educar en la libertad “es la masiva presencia, en nuestra sociedad y cultura, del relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, deja como última medida sólo el propio yo en una prisión, porque separa al uno del otro, dejando a cada uno encerrado dentro de su propio yo”.
En ambos textos —con casi 7 años de diferencia entre uno y otro— se señala al “propio yo como última medida” preso de sus “caprichos” o “antojos”.
A veces escucho algunos reclamos que son fruto de pretensiones egoístas, sin importar lo que pasa a otros. El individualismo y la falta de solidaridad o espíritu comunitario pueden llegar a aislarnos unos de otros y llevarnos a experiencias de profunda soledad.
Discépolo expresaba esta falta de solidaridad en otro tango: “Cuando estés bien en la vía/sin rumbo y desesperado…/La indiferencia del mundo/que es sordo y es mudo/recién sentirás/ verás que todo es mentira, /verás que nada es amor…/ que al mundo nada le importa…/yira…yira…”. Se refleja así la consecuencia de vivir cada uno en su propio mundo.
Debemos aceptar que no todo está por hacerse o decidirse. Yo no puedo cambiar las leyes de la física o la matemática. Tampoco puedo decidir cuándo nacer o morir. Sí puedo elegir cómo vivir, siempre y cuando respete a los demás y a mí mismo, y al orden moral natural. Ser varón o mujer viene dado. Nacer en París, Madrid, Rosario o Catamarca depende del lugar en que se encuentra la mamá en el momento del parto y una vez que dio a luz ya está dicho el lugar de nacimiento.
El relativismo pretende eliminar las certezas. Termina reduciendo la verdad al consenso, el amor fiel al sentimiento pasajero, la religión al intimismo.
También promueve no valorar la proyección de la vida en el largo plazo, y del tiempo se valora el instante, el aquí y ahora.
Esta corriente, en lugar de ser camino de liberación, termina encerrando al sujeto en sus propios deseos y caprichos.
Pero tenemos certezas que son inconmovibles: amar es mejor que odiar, la verdad es mejor que la mentira, la solidaridad siempre es preferible al egoísmo. Sabemos que Dios nos ama y es eterno su amor. Que por amor creó el mundo, y a nosotros a su imagen y semejanza.
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