Pbro. Dr. Víctor Manuel Fernández
Rector dela Pontificia Universidad Católica Argentina
Acto central del I Congreso de Doctrina social de la Iglesia.
Rosario, Sábado 7 de Mayo de 2011
Queridos amigos, esto no es una conferencia. Sólo me pidieron unas breves palabras de esperanza.
Porque tenemos un tesoro de doctrina social, pero también está la vida, a veces áspera, de todos los días. Por algo el Santo Padre, entre sus dos encíclicas sobre la caridad, nos regaló una sobre la esperanza.
Ustedes saben por experiencia que a veces una tarea apostólica, un compromiso social, no brinda las satisfacciones afectivas que la persona desearía, los frutos, son más reducidos de lo que uno esperaba, parece tan difícil cambiar algo, o todo es demasiado lento…
Pero también puede pasar que el corazón se cansa de luchar porque en realidad se estaba buscando a sí mismo, más que servir, y a veces se cansa de desgastarse en internas, en envidias, en tironeos, en debilidades comunitarias...
Entonces, es posible que comience a apoderarse de la persona un nuevo veneno que destruye el entusiasmo. No es desesperación, porque la persona no baja los brazos, sigue haciendo algo, pero ya no tiene garra, no tiene todas las ganas, no tiene pasión, y empieza a dedicarle poco tiempo. Eso se llama escepticismo. No es el cansancio feliz y sereno de quien se ha entregado por amor, sino un cansancio interior marcado por el desaliento.
Así sin darse cuenta el mal nos seduce y gana la batalla, la indiferencia gana la batalla, la comodidad gana la batalla, y el Evangelio, que es lo más hermoso que tiene este mundo, queda sepultado debajo de muchas excusas.
Pero no tiene por qué ser así, y yo les voy a dar algunas razones:
1. Lo primero es acordarse de las primeras comunidades cristianas, tal como aparecen en el Nuevo Testamento. Allí vemos a los cristianos cargados de alegría, de coraje en el anuncio, y capaces de una gran resistencia activa. Y todo brotaba del encuentro comunitario con el Señor vivo, resucitado.
Algunos enseguida presentarán una excusa: “bueno, pero el mundo de hoy es muy difícil”. Vayan a contarle eso a los primeros cristianos. Las circunstancias del Impero romano de aquella época no eran humanamente favorables al anuncio del Evangelio, ni a la lucha por la justicia, ni a la defensa de la dignidad humana. Y existía también el atractivo de un estilo de vida poco compatible con el camino cristiano.
Porque en realidad cada época presenta sus dificultades, y sería simplista decir que unas son más duras y exigentes; simplemente son diferentes. Por una sencilla razón: siempre está la debilidad humana, la búsqueda enfermiza de sí mismo, el egoísmo cómodo. Eso está siempre presente, con un ropaje o con otro, porque eso viene del límite humano que simplemente se va poniendo distintos ropajes.
Recorran la historia: Pregúntenle a San Pablo, después pregúntenle a San Bernardo , después a San Francisco de Asís, después a Santo Tomás Moro, a San Ignacio de Loyola, a Carlos de Foucauld, y sigan. ¿Qué nos dirían ellos?
Entonces convenzámonos: si en tantas circunstancias adversas fue posible un compromiso enamorado, valiente y gozoso, también hoy podemos vivirlo. Pero hay que aceptar vivirlo, hay que atreverse a ese vértigo y a ese desafío que nos saca de la normalidad.
Nos hace falta convencernos de que los complejos, son tontos, y en el fondo una tentación de las fuerzas del mal. Te hacen creer que lo que el mundo ofrece tiene más poder y más belleza que el Evangelio.
2. En segundo lugar, yo les diría que para mantener la garra y el compromiso hay algo esencial: es identificarse con la propia misión mirarse a sí mismo como transformado por esa misión, reconocerme a mí mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar. Allí es donde aparece la enfermera de alma, el docente de alma, el político de alma.
Pero cuando uno separa la tarea por una parte, y la propia identidad y privacidad por otra, termina siempre debilitando el fervor y el entusiasmo en la actividad. Por eso es necesario alimentar esta convicción: “Estoy en esta tierra para cumplir una misión, mi vida en esta tierra no se entiende sin esa misión que Dios me confía”.
3. Además nosotros tenemos en nuestra fe unas convicciones preciosas que no nos dejan bajar los brazos: En primer lugar hay que recordar que el mundo ha sido creado por un Dios bueno, y que es en sí mismo bueno. No todo está podrido, nunca. Esa bondad básica no ha sido completamente destruida por el pecado. Y el bien siempre tiende a volver a brotar y a difundirse. Siempre en el mundo renace la belleza, que resucita transformada a través de las tormentas de la historia. Los valores tienden siempre a reaparecer de nuevas maneras, y el ser humano ha renacido muchas veces de lo que parecía irreversible y terminal.
Por eso, cuando advertimos que en el mundo todavía hay algo de verdad, cuando vemos que alguien dice la verdad aunque eso le perjudique, eso nos da esperanza, eso nos libera del escepticismo: algo todavía puede cambiar.
Lo mismo sucede cuando vemos que todavía es posible la generosidad, el servicio desinteresado, cuando nos encontramos con un testimonio de fidelidad a pesar de todo, cuando advertimos que todavía alguien es capaz de renunciar a algo por el bien de otro, y sobre todo, cuando vemos que todavía hoy existen personas capaces de dar la vida por una convicción, y que aún existen mártires que dan la sangre por Jesucristo y su Evangelio.