Durante tres semanas nos hemos reunido en Roma obispos de representantes de más de 100 conferencias episcopales de países ubicados en todos los continentes. Diversas lenguas y culturas; unas iglesias más jóvenes y otras de larga tradición.
Experiencias semejantes aunque de continentes lejanos; y otras con las que nos unen lazos históricos y ahora no nos parecemos más que en unos pocos rasgos comunes. Por ejemplo, nos resultó cercano a la experiencia argentina y latinoamericana lo narrado por obispos de Filipinas o de Corea, y nos resultaba extraño algún planteo de la madre Patria o países europeos.
Nos encontramos viniendo de lugares en que la Iglesia se manifiesta en comunidades florecientes, otros en los que es perseguida y se vive la fe en la clandestinidad, y también los que venden o alquilan sus propiedades —salones, casas parroquiales y hasta Templos— porque la comunidad se achicó mucho y no alcanza a mantenerlos económicamente.
Me ayudaba a pararme ante esta situación la descripción que hace San Pablo en la carta a los Corintios: un solo cuerpo y miembros distintos (I Cor. 12, 12-26). Todos hemos bebido de un mismo Espíritu, hemos sido bautizados y hechos miembros de una misma familia: La Iglesia. Tan diversos y tan comunes como el dedo meñique de la mano izquierda, la quinta vértebra de la columna, el peroné, el hígado, la tráquea o la muela de juicio. Tan distintos pero todos tan parte del mismo cuerpo.
Nos reconocemos con un mismo origen: el amor del Padre, manifestado en la Pascua de Cristo que derrama el Espíritu Santo. También con un mismo destino: “los cielos nuevos y la tierra nueva” en que tiene su morada el Espíritu. Aunque los caminos por los que peregrinamos son diversos, el punto de llegada y encuentro es el mismo, y lo que palpita en nuestros corazones también.
Nos mueve el mismo amor a Dios y a su obra. En el mensaje conclusivo decimos: “Nuestro mundo está lleno de contradicciones y de desafíos pero sigue siendo creación de Dios y, aunque herido por el mal, siempre es objeto de su amor y terreno suyo, en el que puede ser resembrada la semilla de la Palabra para que vuelva a dar fruto”. Tenemos la certeza: Dios ama esta humanidad en este tiempo concreto de la historia. Y nosotros —hijos de Dios y de este tiempo— también.
Este mensaje conclusivo del Sínodo hace referencia en el comienzo al pasaje evangélico de la mujer samaritana que dialoga con Jesús. Ella se acerca con su vasija vacía a buscar agua a un pozo en el desierto. Un relato cargado de imágenes que hablan de lo obvio y de lo alegórico: desierto, sed, agua, cercanía, diálogo, Mesías, Salvador, fe...
No cualquier agua calma la sed. Hay jornadas duras y complicadas en el desierto. Hermanas y hermanos que desesperan; que perdieron o quebraron sus cántaros. Muchos también cansados de correr tras espejismos que prometieron mucho y cumplieron nada. El consumismo materialista, la fuga de la realidad por medio de la droga o el alcohol, no son agua fresca en el desierto. Y nosotros que corremos el riesgo de tercerizar el agua y desligarnos del diálogo con la humanidad sedienta.
En estos días hemos constatado que somos testigos y anunciadores de una Buena Noticia: Jesús mismo camina por las calles de Calcuta, París, Bogotá, Gualeguaychú, Córdoba, Buenos Aires, Montevideo... “Dios vive en la ciudad” (Salmo 42). Vive entre las casas de sus hijos.
Fuimos convocados para un Sínodo (= del griego: “hacer juntos el camino”). El objetivo es colaborar los obispos —sucesores de los Apóstoles— con el Papa —sucesor de Pedro— en el gobierno de la Iglesia Universal. El tema sobre el cual trabajamos: “La Nueva Evangelización para la transmisión de la fe cristiana”.
En un clima de diálogo y oración, reflexión y confianza compartimos estos días. No nos pusimos de acuerdo en todo. Pero en muchas cosas sí, y sobre esos acuerdos redactamos una serie de proposiciones que el Papa utilizará para elaborar una Exhortación Apostólica que nos ayude a toda la Iglesia a asumir con más confianza la Nueva Evangelización. Otros temas seguirán madurando y necesitan de más estudio, más oración, más experiencias que muestren signos de luz en aquello que aún no se ve claro.
En el corazón de cada persona hay deseos de verdad, bien y belleza, de justicia, libertad y paz.
“Esos anhelos profundos son como la sed que desea ser saciada. Jesús nos dice: “Yo soy el agua”.
+ Mons. Jorge Lozano